“¿Cuánto más se prolongará la cuarentena? Esta pregunta te la contestaré a título personal: la cuarentena no se va a levantar nunca”. Pedro Cahn, miembro de la comisión de expertos que asesora al presidente de la Argentina, en un reportaje.
Los siglos, como dijo una amiga con gracia y no menos razón, empiezan y terminan cuando lo decide Hobsbawm, y ciertamente fue ese admirable historiador inglés quien fundamentó que el “corto siglo XX” había culminado con el desplome del “universo soviético” en 1989. En su libro El Siglo, Alain Badiou miró el pasado en búsqueda de su tempo subjetivo -a tono con su trayectoria maoísta-, y aseguró que nuestra anterior centuria se caracterizó por la pasión por lo real. Nosotrxs no sabemos, obviamente, cuando empieza o termina objetivamente un siglo ni qué motiva su pulso subjetivo, pero nada nos impide entrever que transitamos la experiencia de un peligro que requirió accionar un freno de emergencia ante una acción natural y que ella permanecerá, revivirá cuando corra el tiempo. Aquello que ganó visibilidad a nivel global con los incendios de Brasil y Australia, ese mismo fuego, parece haberse hecho carne, se tornó experiencia subjetiva, un ahora evidente del colapso, una objetividad que bañó de real nuestro andar imaginario. ¿Suponemos que nada volverá a ser como antes? Quizá cuando todo pase sobrevenga el olvido, si aparece una cura rápida la euforia de la técnica hará su tarea, no faltará el impulso para retornar al frenesí corriente, pero las nuevas visibilidades y la marca de hoy se avizorarán imborrables: como un trauma alarmado de la cercanía contagiosa y la humanidad muerta. ¿Escribir esto es precipitado? Seguramente, pero hay algo que ya sucedió. Es muy famosa la idea de Fitzgerald según la cual la vida es un proceso de demolición, pero que la forma de notar esa caída varía: “el segundo tipo se produce casi sin que uno lo advierta, pero de hecho se percibe de repente”. Un buen día, uno se da cuenta que ya no volverá a ser lo que era.
¿Pero qué experiencia es la que transitamos? Son muchas y tampoco sabemos, pero si hay chances de acercar sentidos. A nosotrxs nos gusta pensar la era del Antropoceno o, mejor dicho, del capitaloceno -los últimos trescientos años en los que la humanidad se ha vuelto una fuerza geológica capaz de trastocar la vida del planeta, la biosfera toda- por la vía de la energía. La historia occidental posee un clivaje central en la crisis del siglo XIV, cuando la población europea se ve diezmada a causa de la peste negra. Ella no se explica simplemente porque desde el siglo X crece la intensidad de los intercambios con el mundo oriental, desde donde viaja el mal, sino por el agotamiento de las mejoras técnicas que facilitaron un aumento de la productividad de la tierra y por la escasez de las mejores tierras debido a la simple ley de rendimientos decrecientes: Desde el 900 la incorporación de tierras siempre se iniciaba por las mejores, las roturaciones luego se volcaban sobre las que le seguían en calidad (así nace increíble y avanza sobre el agua, por caso, el condado de Holanda), pero para el 1300 ya las tierras disponibles no son suficientes para alimentar sanamente a esa población que viene creciendo hace 400 años. En otras palabras: se reduce la capacidad de transformar la energía solar en energía calórica para el cuerpo humano -el simple alimento, la hambruna de 1315-17 lo ilustra- en cantidades suficientes para la población existente, que se enferma en masa. Ahora bien, los combustibles fósiles están sufriendo la plena ley de rendimientos decrecientes: la extracción convencional no aumenta desde el año 2005, no se descubre más de lo que se consume, los nuevos yacimientos “extremos” -sea fracking o pre-sal- son menos productivos, con mayores peligros socio-ecológicos, más impredecibles, más caros y requieren cada vez más energía para obtener la energía que dan (amén de que el petróleo, más que el gas y el carbón, es tan dúctil y sirve para tantas cosas que sostiene al resto y a la complejidad social toda). Casi en cualquiera de los escenarios por venir o ya pasamos el pico del petróleo o estamos en la cima de la montaña rusa, prestos a lanzarnos, de ahí que suela hablarse de que vivimos la época de la “gran aceleración”. Si valiese la analogía, así como estamos cerca de alcanzar la suba de 2 grados que desata la imprevisibilidad climática de certeza peligrosa, nos adentramos en los “2 grados fósiles”. En el siguiente gráfico, en cualquier de los escenarios, sea austero o ambicioso, la quema de hidrocarburos comienza su declinación caótica:
Fuente: Mohr, S.H; Wang, J.; Ellem, G.; Ward, J.; Giurco, D. (2015) “Projection of world fossil fuels by country” en Fuel, Número 141, Elsevier, 0016-2361
Resulta evidente que en los últimos trescientos años de capitaloceno vivimos un “oasis energético” en el que quemamos la energía solar acumulada en materia orgánica al largo de millones de años. Véase además que nunca fueron transiciones energéticas de un combustible a otro (del carbón al petróleo y hoy al gas) sino que hubo “adicciones”, puesto que actualmente consumimos mucho más carbón que la Inglaterra decimonónica que vio nacer nuestro modo de organización socio- económico. La cuestión incluso no termina aquí porque la pulsión energívora es la responsable del 70% de las emisiones de gases de efecto invernadero, y por lo tanto es la fuente madre del cambio ambiental global, verdadera locomotora que nos condena a una potencial extinción auto-infligida en el futuro cercano. Sepamos que todo indica que por el momento las renovables no serán la energía de un mundo plagado de aviones, barcos y automóviles, nada indica que podrían serlo considerando el peak all y limitaciones técnicas.
Que el petróleo haya tenido precios negativos y hayamos contemplado la imagen de miles de barcos cargados dispersos por los océanos porque no había donde guardarlo, como una suerte de delay del fin de la producción, es un dato extraño, pero seguramente pasajero. La cuestión es menos las oscilaciones de precio que la evidencia de sinsentido. Es obvio que el problema no es cómo paliar la pobreza, sino la riqueza innecesaria y pésimamente distribuida: La argentina -siendo cuarenta millones- puede alimentar a su población más de 10 veces, y sin embargo la pobreza y la indigencia arrecian. El problema no es la pobreza energética, sino quién domina y para qué se usa la energía: la alumbrera produce un oro que la Argentina ve pasar y para extraerlo consume tanta electricidad como toda la provincia de Catamarca (todo esto sin mencionar el desastre ambiental que deja claro). Pero más allá de todo esto, lo que se tornó visible es la vacuidad de ese productivismo asentado en la sabia petrolera que no es otra cosa que el sostén de nuestra sociedad compleja y la raíz de la plusvalía relativa, de la rueda maquínica y el entramado comercial petro-dependiente que sostiene al mundo girando como un trompo humeante. Casi nada de todo ese productivismo termina donde debería, y por fin se empieza a ver como causa de los problemas, y se empieza a vislumbrar que es posible y necesario crear alternativas. Dentro de la tragedia, resulta agradable constatar que, si la gente solo se ocupa razonablemente de sus medios de subsistencia, como sucede ahora, este mundo se desploma en días. El libro Leviatán climático fue bastante premonitorio de nuestra coyuntura: o sobreviene cierto caos de las “fuerzas destructivas” “as usual”, o un súper estado férreo orienta el rumbo -y piensa que solo China es capaz de algo así-, o la sociedad civil organizada activa formas novedosas de resistencia y resiliencia.
Se abre entonces una oportunidad, quizás incluso ya está sucediendo, no tanto para ver si en términos economicistas, gracias a potenciales rentas, es conveniente dedicarse a exprimir el poco petróleo que queda o si el nuevo paradigma energético regala tanto más renta, tecnología y futuro, sino para potenciar lo público, cambiar las bases sobre las que se sustenta nuestro modelo político- cultural de desarrollo, porque también está a la hora del día pensar la escala de prioridades y los sentidos de lo que hacemos en común (es sintomático que el mundo entero esté hablando de la necesidad de un nuevo pacto, el green new deal entre ellos). Obviamente sobreviene una crisis económica que será difícil transitar, pero ¿es preciso seguir alimentando una hiper-productividad que sustenta la concentración económica y nos desvía del porvenir? ¿No compartió el neoliberalismo y el progresismo, aun con sus mejores razones e intenciones, que las soluciones venían por el lado de la “necesidad económica”? ¿No debemos brindar respuestas políticas potenciando la sensatez pública y la fuerza de la sociedad civil mancomunada? ¿No es hora de eliminar todo consumo superfluo para aunar justicia ambiental y justicia social y así lograr el bienestar de todxs? Es que ciertamente, Benjamin decía que se trataba menos de subirse a la locomotora de la historia que de accionar su freno de emergencia, y todo parece indicar que el nuestro siglo ya comenzó, o acaso comenzará, cuando eso suceda.